jueves, 13 de junio de 2013

TRILOGÍA SUCIA DE LA HABANA; Pedro Juan Gutiérrez

Aunque aún sigo inmerso en su lectura, la estructura adoptada por Pedro Juan Gutiérrez para articular su Trilogía sucia de la Habana da suficientes garantías para hablar de ella sin correr excesivos riesgos. Porque en cada uno de sus relatos podemos encontrar la esencia pura de un hombre, una época y una ciudad, La Habana, pero visto desde dentro (hombre, época y ciudad) a través de los ojos privilegiados de un ser inteligente y lúcido.
            A Pedro Juan, después de vivir casi toda su vida ejerciendo de periodista, lo encontramos enfangado en la Cuba de los noventa, un país azotado por una profunda crisis donde la miseria es generalizada y las perspectivas de futuro casi nulas. Unos buscarán la jama enrolándose en trabajos miserables, otros arriesgarán la vida abandonando el país por mar en busca del anhelado sueño americano. Pedro Juan va a ser de los primeros. Desencantado y herido pero fuerte y luchador, atraviesa los días sin esperar nada especial, solo templar de vez en cuando, a poder ser con una botella de ron y unos cigarrillos. Sobrevivir al caos circundante parece ser más que suficiente. 
            Tengo que decir que al principio me resultó antipático. Me preguntaba quien era este desconocido al que en diferentes foros se le apodaba con ligereza el “Bukowski cubano”. Siempre que nos enfrentamos a un imitador del padre del mal llamado realismo sucio desconfiamos, y más si la adoración por el angelino raya el fanatismo. Pero a medida que uno va avanzando, que uno va entrando con mayor profundidad en las calles de la doliente ciudad caribeña, vemos a Pedro Juan distanciándose cada vez más de la gigante sombra del escritor americano, entretejiendo su propio estilo y desarrollando su propia manera de enfrentarse al mundo. Las similitudes son obvias, no más porque descienden de la misma estirpe. Ambos agarran la vida por los huevos y la dejan libre de florituras. Ambos son precisos cirujanos de la realidad más cruda y ambos emprenden la lucha con la misma certeza de que al final no les espera recompensa alguna.
En el caso de Pedro Juan el humor es más velado, pero cuando aparece igual de efectivo. Demuestra gran maestría a la hora de trasladar el lenguaje de la calle a la página escrita y logra hacernos sentir el calor y la humedad del ambiente a pesar de no ser excesivamente descriptivo.
            En sus relatos hay putas, alcohol, tabaco, sangre, calaveras y corrupción. Pero también hay ternura, melancolía, dolor por antiguos desengaños y amor por la gente miserable que le rodea.
            Aún no lo he terminado, pero ya puedo estar seguro de que no le voy a quitar el ojo de encima. Digno continuador de una forma de escribir y afrontar el mundo que aún hoy sigue menospreciándose y considerándose de arte menor, pero que para todos aquellos que no buscan engolosinarse con fuegos artificiales, resulta de una urgencia vital.



miércoles, 5 de junio de 2013

CAMINO DE LOS ÁNGELES; John Fante



Quien ya haya tenido entre sus manos alguno de los otros episodios de la tetralogía formada por “Espera a la Primavera, Bandini”, “Pregúntale al polvo” o “Sueños de Bunker Hill”, encontrará en este relato una prueba más del genial magisterio del escritor italoamericano John Fante. Si bien no rayando al gran nivel demostrado en Pregúntale al polvo, pero no decepcionando en ningún momento en cuanto a su característico sentido del humor y a su valiente libertad expositiva, más meritoria si cabe si tenemos en cuenta el año del que data la obra, alrededor del 36, época en la que este tipo de escritos nacían condenados al ostracismo del mundo editorial.
Aún así, John Fante parece estar orgulloso de su creación, como traslucen estas palabras extraídas de una carta escrita por él mismo en 1936: «Camino de Los Ángeles está terminada y yo estoy encantado, chico, espero enviártela el viernes. Parte del contenido pondría de punta los pelos del culo de un lobo. Puede que sea demasiado fuerte; quiero decir que carece de “buen gusto”»
            La publicación no se llevará a cabo hasta después de su muerte, cuando su mujer encuentre el manuscrito entre unos papeles olvidados.
            Libro que podríamos considerar de “iniciación”, de despertar a una vocación tan singular como es la artística, en el cual encontraremos al mismo Arturo Bandini (alter ego de su creador) que más tarde veremos pasándolas putas en Pregúntale al Polvo, en la ciudad de Los Ángeles, intentando sacar adelante su carrera de escritor. Aquí lo encontramos en su estado más puro, con la sexualidad a flor de piel y con el ego extremadamente inflamado, propio de un tardoadolescente atrapado por sus instintos más incontrolables. Dicho ardor se verá intensificado a su vez por los delirios de grandeza propios de todo joven aspirante a escritor. Esta altanería le llevará a utilizar con sus interlocutores palabras incomprensibles, de alta alcurnia, para demostrar su superioridad: ante su madre, su ante hermana, ante su tío, ante el camarero del bar que frecuenta e incluso ante sus propios compañeros de trabajo, que lo ridiculizan desde el primer día que pisa la fábrica cuando, bajo el título de “escritor”, se presenta echando la pota por el fuerte olor a pescado de las instalaciones.
            Arturo está convencido de ser un elegido; lee a Nietzche, a Shopenhauer y a Spengler, se considera “un superhombre”, el mismísimo Zaratustra. Considera que las condiciones para desarrollar su carrera de escritor no son las apropiadas. Ni el lugar donde vive; San Pedro, el puerto de Los Ángeles; ni las personas con las que convive, su madre y su hermana, dos mojigatas analfabetas.
            Otro aspecto importante, no solo en este volumen sino también a lo largo de toda su obra, es el mundo de la inmigración. El propio Arturo Bandini, italiano, siente en sus carnes la discriminación desde su infancia, cuando sus compañeros de escuela le hacen sentir su condición de foráneo llamándolo cruelmente “spaghetti” en unas ocasiones y en otras no menos crueles “macarroni”. Esto no le impedirá hacer lo mismo con sus compañeros de trabajo: filipinos, mexicanos… porque él es Arturo Bandini, no un simple mortal; él, Arturo, el escritor, llamado a escribir las páginas de oro de “la posteridad”.
Arturo oscilará a lo largo del relato, como buen ciclotímico, desde la delirante exaltación del yo al autodesprecio más virulento y flagelante.  La realidad en la que está inmerso y que pesa sobre sus hombros, la América de la Depresión, le irá recordando a cada instante que el camino hacía Los Ángeles no va a resultarle nada fácil.

            Documento que no llega a la categoría de obra maestra, pero que no decepciona en absoluto; la risa está asegurada, aspecto nada desdeñable si tenemos en cuenta que el arte de hacer reír con palabras está solo al alcance de unos pocos elegidos, entre los que se encuentra como uno de los pioneros indiscutibles el mismísimo John Fante.

martes, 7 de mayo de 2013

BLUES MELANCÓLICO EN CAZORLA


Volví al año siguiente de mi debut. Me fui con muy buenas sensaciones en el 2007. Allí pudimos presenciar la magia al piano del ya fallecido Pinetop Perkins. Apareció por la esquina izquierda del escenario ayudado por sus subalternos. Aquel amasijo de huesos con sombrero calado y una pronunciada chepa no dejaba intuir lo que escondía bajo sus dedos. De pronto el cadáver cobró vida para dejarnos a todos con la boca abierta. Era una leyenda negra lanzando notas contra la sierra cazorleña. Momentos únicos, irrepetibles, que no me quería perder por nada del mundo.
El equipo era prácticamente el mismo. El Sol también, azotaba que daba gusto. Pasábamos la tarde en la Plaza Gambrinus escuchando a una banda nacional. Todo fluía. Los olivos se extendían a ambos extremos del campo abarcándolo todo hasta el horizonte. Los vasos de cerveza no paraban de salir desde detrás de la barra como granadas de mano lanzadas al escenario. Me pasé media tarde seduciendo a una camarera de la tierra. Yo insistía dentro de mi pedo en que me regalase una camiseta del festival. Tonteábamos de forma idiota sobre mi talla. Decía que era un mierdecilla, que seguro que tenía la XS. Yo decía que un nabo, que de la L para arriba. Para que decir que yo era el único que creía que aquella conversación tenía connotaciones sexuales. La chavala me reía las gracias, aunque no la tuviera.
La banda local dejó de tocar. Ya estaba poniéndose el Sol. Quise saber si aquella belleza sin confirmar trabajaba a la noche. Me dio señas inequívocas. En la barra junto al puesto de Mershandising. «Y si te portas bien te regalo mi camiseta»
Sol, blues, una camarera.
En el escenario Cruzcampo, a la noche, tocaba Johnny Winter. Otra leyenda. Empecé a echar cuentas: Luna, blues, Johnny Winter, una camarera. ¡Qué podía jodérmelo!
¡O quien!
Yo tenía a mi derecha a Duken. Los hermanos andaban por entre el bullicio, puestos de setas, jugando a los dibujos animados. A mi izquierda tenía a T. Duken y T. fumaban hierba. Yo no. Lo había dejado. No era capaz de coordinar mi sistema nervioso cuando estaba fumado. Mi regla para ver un concierto y disfrutarlo de una manera profesional era la de ir lo menos ciego posible. Solo progresivamente y a base de cerveza podía alcanzar niveles de estabilidad aceptables para el espíritu y el corazón. La camarera estaba situada según las señas al lado del puesto de Merchandising. Apoye mi codo sobre la barra y seguí con la cantinela. Mis colegas no andaban lejos, solo a unos metros. No los podía perder de vista. Seguían a lo suyo, deforestando. El sonido era devastador. No se escuchaba ni el pedo de un cíclope. Cuando podía, mi camarera, se acercaba a intercambiar impresiones. Pero no funcionaba. Mi sordera crónica era para mirármela. Ni leyéndole los labios. El aire se llevaba las palabras, sin ninguna poesía. A falta de comunicación racional, la única manera viable que vi de mantener un vínculo afectivo estable era la de pedir cervezas sin control. Johnny Winter ya estaba en el escenario. Era un jubilado de 130 años con el pelo raído, blanco, cayéndole a lo largo de los hombros, medio jorobado y con un aspecto de lo más country. Duken y T. movían sus bullas como si no fuese a haber mañana. Estaban felices, como dos palilleros en mitad de un krampack. Mi camarera, porque era mía, cada vez se acercaba menos a mis dominios. Ya solo salían escupitajos de mi boca, sandeces, eructos. Me acerqué a mi clan en una retirada a tiempo para intentar recuperar el terreno perdido, hacerme un poco el duro, ganarme de nuevo su atención. T. me agarró del hombro y me miró. «Tío, me voy a la tienda de campaña» T. estaba verde, como un blandiblú. No podía dejarlo marchar solo. Me acerqué a Duken para ver cual era la situación, por si ya era hora de largarse. Dijo que sí, por lo que volví sobre mis pasos para informa a T. T. se había pirado. Volví junto a Duken y puse mis ojos en Winter. De pronto un OOHH se escuchó en las gradas. Duken y yo nos giramos. Una masa informe se apostaba en círculo en mitad del coso. «Parece que a alguien le ha dao un fatú» Dijo Duken. «Joder, la gente no tiene límites, coño; qué asco de desfasaos» dije, cuando una imagen me vino a la mente. Era como en aquellos cuadros del descendimiento, cuando a Cristo lo bajan en actitud solemne agarrado por hombros, costados y pies, pero en esta caso a la inversa, en ascensión. Vi una melena al viento y un ser humano inconsciente. Entrecerré los ojos para ver mejor. No me lo podía creer. Era T., pero no era él. Le faltaban las gafas y media barbilla. Un trozo de carne le colgaba de la muí. La hostía parecía ser de órdago. Se había echado la boca abajo. Corrí a su encuentro y me di de bruces con sus gafas. Era lo más parecido a un ocho. Al parecer le había estallado en la cara, con el peligro de haberse cortado con algunos cristales. ¡La Virgen! Ya es que no cabíamos en nosotros del canguelo. ¡Un morchón de casi dos metros! No era la primera vez. Era famoso por ser de equilibrio distraído. ¡Pero no de esta gravedad! Simples tropezones en pleno llano con sus propios pies. Alguna pájara en su haber… se decía que se había jugado la cara ya, anteriormente, pero que el pie de un amigo apoyado en un escalón le había salvado de dividirle la jeta en dos. Esta vez la suerte se había ido de putas. Había ido a aterrizar de jeró sobre el soporte metálico que atravesaba el recinto para cubrir los cables. Soporte metálico totalmente oxidado, para más INRI.
Me lo tenían en el puesto de socorro, junto al Backstage. Solicité que me diesen el parte. Nadie decía nada. Acudí a uno de los que habían trasportado al cadáver. Su cara era un poema. «Tío, ¿ese es tu amigo?» «Si, por dios. ¿Es grave?» «La barbilla, tío. Está difícil» Joder, me temía lo peor. No quería que mi colega se quedase como Macario. Era una tragedia. A Duken lo había perdido de vista. Los hermanos seguían puestos de setas, dios sabe en qué mundos. La responsabilidad era mía. Tenía que coger al toro por los cuernos. Y ahí fue que salió, en camilla. Estaba consciente. Tenía un vendaje de emergencia rodeándole el boquino. El público nos jaleaba. Había sed de sangre, en las gradas. El lumpen quería muerte. La plaza de Toros de Cazorla era perfecta para ello. Me sentía como el apoderado de Manolete saliendo de la plaza de Linares. Un grande, mi colegón, fulminado por un jamacuco de hierba. Bajón de defensas. Amarillo. ¡Menudos gilipollas que estábamos hechos! ¡Es que era para tortearnos! ¡Qué hacíamos con nuestras vidas, a nuestra edad! La ambulancia entró de culo por la puerta grande. T., en un arranque de orgullo, quiso incorporarse para entrar con dignidad por su propio pie al vehículo. Solo consiguió bajar el dedo gordo del pie cuando se puso marrón y tuvo que ser sujetado. Mi amigo, un tipo capaz de sacrificar calzoncillos cuando le daba un apretón, abatido en una plaza de segunda. Me subí en el asiento del copiloto, me presenté al conductor con la debida formalidad y pusimos a toda leche la sirena en dirección al facultativo. Se escucharon algunos aplausos cuando arrancamos. «¡Por qué no os vais a la mierda!» Grité afectado, por la ventanilla. Nadie me oyó. La gente volvía a lo suyo. Johnny Winter, el guitarrista, la leyenda, había seguido tocando, como si allí solo se hubiese cagado una paloma.
Atravesamos las callejas oscuras y solitarias del centro del pueblo hasta dar con una especie de casa prefabricada en la que se encontraba el médico de guardia. Bajar y entrar fue todo uno. T. estaba consciente; sin gafas, pero consciente. Salió a nuestro encuentro un jovenzuelo, a penas nos sacaba cuatro o cinco años. «Por aquí, muchachos» Le seguimos T. a la camilla y yo al rebufo. «A ver que tenemos aquí» Le quitó con cuidado el aparatoso vendaje y contemplamos el desaguisado. T. nos miraba a la espera del veredicto. «Vaya, esto…» «¿Qué… qué?» «¿Tiene arreglo?» A T. se le empezaron a saltar las lágrimas. «Tío, tranqui, todo tiene arreglo» Ni en cien vidas me creía mis palabras. Era como si la M-30 hubiese partido Madrid en dos y Toledo hubiese reclamado la capitalidad. El equipo de cirugía debía estar en ese momento preparándose en otra habitación. «Bien, no os preocupéis. Tiene arreglo. Pero voy a necesitar un poco de ayuda» «Desde luego» dije satisfecho. Empezó poco a poco a reunir toda la logística necesaria para emprender la restauración. T. estaba mudo, pero sereno. No lo veía, pero se lo imaginaba. Podía verse nítidamente el blancor de la zona ósea asomar por la perilla. Todo estaba preparado; la aguja, el hilo, el material de desinfección, cuando el cirujano jefe se me quedo mirando. «Bien, cuando yo meta la aguja tu tendrás que tirar de ella y volver a dármela. Tira bien, pero no mucho, la tensión justa. Necesito valerme de la otra mano para recolocar el mecano» Por sus palabras estaba claro, yo era el equipo de cirugía. T. estaba ya más que jodido. Tenía que poner toda la concentración de la que era capaz en la operación. Era mi colega, a muerte. No iba a ser yo el culpable de dejarlo pajarito. Si se quedaba tullido de la cara el peso caería sobre mí. No quería que mi amigo acabase vendiendo lotería. Sentía lo que era la responsabilidad. Ni tajada ni hostias. Esto era serio. Coño, que se me quedaba hecho un codo. Tragué saliva y le di mi bendición. Procedimos. No parecía tan difícil. Estiraba hasta que notaba que la carne se cerraba y el hilo alcazaba cierta tensión. Era como un puzzle para menores de cinco años. Pieza a pieza todo iba cuadrando. Las lágrimas de T. cada vez aumentaban más de tamaño. Lo estábamos haciendo a pelo, sin anestesia. El tío se estaba comportando como un hombre. Al final dimos la última puntada. No había quedado mal. La hinchazón lo jodía todo, el resultado real no podía verse hasta unos días más tarde. El retoque final correría a cargo de otro. De momento teníamos que estar satisfechos, al menos no iba a tener que comer con pajita. Le dimos las gracias al artista y regresamos en ambulancia al campamento. T. seguía sin decir ni mu. Estaba jodido. Era para reflexionar sobre el tema. En un plis había estado a punto de espicharla, además de la humillación pública y del trauma de ser cosido en carne viva. Yo no quería darle la brasa, suficiente tenía. Pero casi sin querer nos miramos. Yo lo veía; a pesar de estar jodido, lo veía. Se estaba despollando vivo por dentro. Dormimos en el coche. Era la única forma segura de que no girase la cabeza a ninguno de los lados, sobre todo si no quería ver las estrellas. Me tumbé en el asiento del copiloto a vigilar, por si acaso. T. me habló bajo, casi susurrando. «Tío, me has cosido la cara» Pillé el trasfondo de la frase. El show de Winter aún no había terminado. Aún podía escucharse a lo lejos un blues melancólico restallando en el valle.


miércoles, 10 de abril de 2013

Miedo y Asco en Las Vegas; Hunter S. Thompson



<Los de la revista deportiva me habían dado también trescientos dólares en metálico, la casi totalidad de los cuales estaba ya gastada en drogas extremadamente peligrosas. El maletero del coche parecía un laboratorio móvil de la sección de narcóticos de la policía. Teníamos dos bolsas de hierba, setenta y cinco pastillas de mescalina, cinco hojas de ácido de gran potencia, un salero medio lleno de cocaína, y toda una galaxia de pastillas multicolores para subir, para bajar, para chillar, para reír... y, además, un cuarto de tequila, un cuarto de ron, una caja de cervezas, una pinta de éter puro y dos docenas de amyls...>

Con este arsenal cargado en el maletero de un Chevrolet descapotable al que llaman cariñosamente el Gran Tiburon Rojo, Hunter S. Thompson y su abogado samoano se dirigen atravesando el desierto de Nevada hacia la ciudad del juego. Una llamada desde Nueva York de la revista para la que Thompson trabaja supondrá la prueba irrefutable de la existencia del “Sueño Americano”. Debido a ello y sin mayores explicaciones se armara, aconsejado por su abogado, de todo tipo de drogas estimulantes y alucinógenas, considerando imprescindible el alquiler del mencionado Chevrolet y un magnetófono para poner rumbo a Las Vegas.
El evento a cubrir será la mítica carrera Mint 400, de la que tendremos pocas noticias durante el relato, pues el estado paranoide en el que se embarcarán por efectos del eter, la mescalina o el LSD les hará tomar derroteros muy alejados del objetivo principal del viaje. A partir de aquí cualquier explicación sobra, el descojone está asegurado... si bien para tener mejor visualización de las escenas que vamos a ir descubriendo convendría echar una ojeada a la fantástica película de Terry Gilliam magistralmente interpretada por Johnny Depp y Benicio Del Toro, que para nada desmerece la narración del periodista Gonzo. Así se calificará a sí mismo H. S. Thompson, célebre columnista de la revista Rolling Stones, donde el sujeto periodístico formará parte activa de la acción del reportaje.
Sería díficil catalogar los acontecimientos de pura ficción o de relato autobiográfico. Y está bien que así sea. De alguna manera es así como nos hacen ver las drogas el mundo bajo sus efectos. Entre la ficción y la realidad o haciendo de la realidad una maravillosa ficción que en su exceso desemboca en un maravilloso infierno.
Una cosa es segura, Hunter no decepciona. El siguiente encargó será para cubrir la convención de Fiscales de Distrito en su tercera asamblea nacional sobre narcóticos y drogas peligrosas; y si piensan que Thompson y su abogado samoano no van a tener los suficientes cojones de ir, es que aún no los conocen...

sábado, 9 de marzo de 2013

AMOUR. RESEÑA FICTICIA DE UNA PELÍCULA QUE DICEN QUE EXISTE


            Esto tenía que ser una crítica más o menos acertada sobre “Amor” del austriaco Michael Haneke (Palma de Oro en Cannes, premio Cesar y Globo de Oro entre otros reconocimientos). Se estrenó en España a mediados de Enero de 2013, y puedo decir que aún hoy, en la era de las tecnologías, no he sido capaz de visionarla. Ni tirando de las redes de piratería clandestinas, ni cruzando la frontera en busca de vendedores de DVD´s ambulantes marroquíes, ni sobornando al director de los multicines de Ceuta, ni seduciendo a una paloma mensajera, ni haciéndome pasar por hombre de la linterna en los cines de Algeciras, ni haciendo pesca submarina con tanga, ni escribiéndole a puño a la madre del mismísimo Haneke para que me envíe una copia del original en austro-húngaro… Nada…Ni por los santísimos huevos de Girolamo Savonarola.
            Me ha sido imposible. He leído algunos titulares: «EL HANEKE MÁS TIERNO» «EL AUSTRIACO NOS REGALA UN DARDO DIRECTO AL CORAZÓN» «UNA VERDADERA HISTORIA DE AMOR LEJOS DE LA TÍPICA RELACIÓN CHICO-CHICA HOLLIWOODIENSE» y así un sinfín de elogios a cual más embriagador…
            Parece que alguien está interesado en que el largometraje no llegue a demasiado público; como si el Club Bilderberg se hubiese reunido en Marina D´or con el único fin de darme por culo.
            He optado, a falta de otros medios, por improvisar y echar la imaginación al vuelo. Si es Haneke, la música tiene que brillar por su ausencia el 90% del metraje, y siempre en momentos puntuales, dentro de la realidad discurrente, y no como apoyo sinfónico a escenas de alta intensidad moqueante. Si es Haneke, su cámara tiene que estar siempre en el sitio y en el momento adecuados, cortando la respiración, cargando el ambiente con la angustia suficiente, siempre en equilibrio y sin caer en el drama por que sí, dejando que el hecho cotidiano y suprarreal que está representando se encargue por sí solo de sobrecogernos. Si es Haneke, tiene que estar en el reparto, como no, Isabelle Huppert. Si es él, el guión tiene que ser minimalista, sin florituras, incluso, en ocasiones, irritante por su nunca desatada tensión.
Si se atiende a los elogios, como unánimemente comenta la crítica, tiene que ser la mejor película del año, por encima (y esto lo digo con toda la seguridad que da el haber visto Munich 2 de Ben Affleck) de la oscarizada Argo.
Para el que ha visionado la filmografía de Haneke desde sus primeras obras, como El Séptimo Continente, Benny´s Video, pasando por Código Desconocido o Caché, sabe de sobra que al sentarse ante la pantalla (cosa que desconozco pues es más probable que se estrene una película de Haneke en el Congo Belga que aquí) no va precisamente a entretenerse. Va, en todo caso, a retorcerse. El seso y las entrañas. Sabe que Michael va directo a pegarte una patada en todo el cerebro. En el hígado, incluso. En las bolas, si hace falta, para ponerte las neuronas a funcionar. Nada más lejos de su intención el darte una pildorita para que duermas plácidamente o abraces a tu pareja con los ojos en carne viva. Haneke quiere a sus espectadores atentos; y quiere a sus espectadores, los respeta, les habla como a adultos, como a seres capaces de razonar, sentir, y volver a razonar. Si es Haneke, si es de él este film que sabe Dios cuando puñetas voy a tener la suerte de ver, seguro que es cine. Y del de verdad.

lunes, 4 de marzo de 2013

4ºB


El castigo consistía en pasar la mañana en el aula de los tontos. Yo formaba parte del A, mientras que a los tontos les correspondía el B. Cuando recibí la noticia no cabía en mí de miedo. No sabía lo que me esperaba. Había oído cosas horribles de aquellos niños del B. Por supuesto jamás me acercaba, nos acercábamos a ellos en el recreo. Eran salvajes, podías verlo en sus ojos. Se decía que el más listo de aquel lugar era el que conseguía sacar un 5. Aquello era demencial, nadie podía ser tan tonto como para no aprobar. Era impensable, en el A, sacar un 3 o un 4. Y, ni que decir tiene, un 0. Pero allí todo era posible. Su idiotez era lo que les hacía sumamente peligrosos. Tragué saliva y fui allí solo, soledad que formaba parte del castigo, bajando los escalones que llevaban hasta aquel lugar.
La profesora se llamaba Dora. La señorita Dorita para los niños. Era la cuñada de mi profesora, Mª Angeles; señora recta, disciplinada y severa. No dejaba pasar por alto una falta. La mía fue la de no llevar aquel día los deberes de matemáticas. Odiaba las matemáticas. Cuando me preguntó, esa fue mi respuesta. Respuesta que merecía la bajada a los infiernos. Dorita me presentó ante el resto de la clase. «Este es Rubén, es del A, ha venido a pasar la mañana con nosotros. Portaros bien con él, es un niño muy listo, aprueba todo con dieces, a ver si aprendéis de él» La señorita Dorita debía tener alrededor de 60 años, pero ella parecía no enterarse. Era cierto, no se enteraba de nada, parecía nadar en un perpetuo limbo. Esto pude verlo más tarde con mis propios ojos. Busqué un lugar donde poder sentarme. Tuve que cruzar toda la clase ante la mirada escrutadora de todos aquellos salvajes que parecían querer arrancarme los ojos. Encontré sitio al fondo. Una niña me habló. «¿Por qué estás aquí? Tú eres listo, ¿no?» Levanté los hombros en señal de duda y abrí mi libreta. No pasó un segundo cuando Dorita se giro colocándose de cara a la pizarra y empezaron a lloverle bolas de papel, tizas, gomas de borrar como granizos. Para mi sorpresa, en ningún momento se giró a llamar la atención a sus agresores. Pude ver incluso como un compás le rozaba una oreja peligrosamente estampándose contra la pizarra. No me lo podía creer, aquello era de locos. Notaba en el ambiente algo que desconocía. Tiempo después supe que se trataba de algo parecido a la libertad. En el A siempre reinaba el silencio, el no estar correctamente sentado en el pupitre podía traer represalias, equivocarse en un cálculo mientras se corregía un ejercicio conlleva una humillación pública, gritar, estornudar, rascarse el culo era algo que estaba totalmente prohibido. Las niñas eran bonitas y los muchachos listos. En el B las chicas eran horrendas, pero muy divertidas. Los chicos parecían desnutridos y desquiciados, pero ingeniosos e inquietos. Una de las chicas, de las más feas, que estaba sentada junto a mi, me dio una bola de papel. «Vamos empollón, atrévete.» Cogí la bola entre mis manos y me quedé mirando la cabezota llena de calvas de la señorita Dorita. «¡Vamos!» decían, «si no se entera de nada.» Me armé de valor y con todas mis fuerzas la lancé a su cuerpo. Todos al unísono lanzaron un grito. Se alegraban de que yo, un bicho raro, no fuese tan diferente a ellos. Ya sí, arranqué una hoja de mi libreta y me serví de mi propia munición. Hice una enorme bola que los dejó a todos sorprendidos. Casi podía verse en su caras el miedo; aquello eran palabras mayores, un proyectil que podía hacer bastante daño. Aunque lo intenté, fallé el lanzamiento. Todos se partieron de risa aliviados por que no acertara. Daba igual que Dorita nos mirase directamente, ella vivía en otro mundo. Tal vez fuese consciente de que no podía hacer nada por remediarlo. El caso es que al cabo de los años habían logrado acabar con ella. Un chico le gritaba apenas a un metro de distancia: «Zorra. Dorita, cacho puta.» Una chica desde el fondo de la clase la increpaba: «Guarra» acompañando su alocución con salpicaduras de saliva que salían despedidas de su boca. «Chalada, loca de los huevos.» Aquello era un auténtico zoológico de animales salvajes. Toda aquella violencia iba acompañada de grandes carcajadas; el absurdo, la locura de aquella profesora, hacía que todo fuera cómico. No me podía creer que mi clase se considerará mejor que esta. Éramos una panda de capullos, de niños de mamá que aún se hacían caca en los calzoncillos. Los nenes olíamos a colonia e íbamos peinados perfectamente con la raya a un lado. Mis nuevos amigos olían mal, parecía que habían dormido la noche anterior en la calle. Eran todo energía. Un grupo con un objetivo común, unido, que solo buscaba el ingreso en el frenopático de aquella pobre anciana. Todos querían hablar conmigo aquella mañana, se mostraban amigables, sinceros, abiertos, con muchas ganas de reír constantemente, de mostrar su alegría. Hubo algo que les hizo confiar en mí. Quizás se diesen cuenta de que yo era uno de ellos. Así, al menos, me sentía yo.

lunes, 18 de febrero de 2013

Recursos Marcianos



-Hágame el favor de hacerle pasar-.
-Buenas, póngase cómodo.  ¿Le informaron a usted del puesto al que aspira?
-Si, tengo algunas referencias. Es lo que me animó a venir hasta aquí.
- Mocosverdes International tiene un volumen de negocio bastante amplio. Operamos, además del nuestro, en varios países del este y en el África occidental, ya sabe, Senegal, Cabo Verde, las dos Guineas… Queremos extender nuestro mercado hacia otros territorios, países emergentes como el Brasil, la China y por supuesto, introducir nuestras novedades en el cine del gigante Indú. De sobra es conocido en qué estamos especializados, lo nuestro, señor mío, es el Espacio. Mi pregunta es la siguiente:  ¿qué nos puede ofrecer? En fin, me interesa, es curioso lo que dice su currículum, según he entendido… viene de otro planeta.
- Si, es correcto. No se equivoca usted. Si bien, he creído conveniente no señalarlo puesto que, según me han hecho saber, mi planeta no viene registrado en sus guías de viaje. Hubiese sido por mi parte una incorrección haber rellenado dicha casilla sin una explicación objetiva.
- De acuerdo, su lugar de nacimiento en estos casos no suele ser relevante. Lo que a mí me interesa es, dígamelo con total sinceridad, qué puede aportar a nuestra empresa. Su currículum, en este sentido, no esclarece del todo su experiencia. Dice que sus visitas a la Tierra comprende el período que va del año 48 al 62. En base a esto, qué tiene que decir.
- Bueno, mi experiencia en el mundo del cine se reduce al visionado de varias películas de la época. Mencionar, por destacar algunas, Destination Moon, Conquest of Space, The Angry Red Planet, The terror From Beyong Space... Se las digo a usted en su idioma original ya que estuve destinado allá, en los Estados Unidos. Quiero decir, lo que puedo aportar es mucho. Advertí que ustedes, los sin pelo -perdón, es así como se les conoce en toda la Galaxia-, decía que advertí que no estaban del todo acertados a la hora de representar la sociedad universal de la época. Yo, humilde admirador de aquel cine  y en especial del género que nos ocupa,  ya entonces tuve la tentación de, algún día, aportar mis conocimientos para corregir tanto error, y fomentar  así  la producción de films de corte realista, con carácter social, sobre el Espacio.
- ¿Y qué le ha hecho esperar sesenta años para decidirse a tal empresa?
- Señor,  le explico. Después de ochenta años dedicados al estudio de campo del  Cosmos, mi empresa ha decidido prescindir de mis servicios, alegando que se veían obligados a reducir la plantilla debido a previsiones futuras de pérdidas en todas sus sucursales. ¡Futuras pérdidas! Tiene gracia, ¿verdad? Desde que inventaron la dichosa máquina del tiempo no cejan de despedir a honrados trabajadores como yo, con más de ochenta años de experiencia, en base a que han visto que el futuro está  muy negro.
- Me conmueve su historia, señor. Si bien tengo que darle malas noticias. Aquí, en nuestra compañía, nos dedicamos íntegramente al cine “Fantástico”, y subrayo esto último, Fantástico. La gente, y usted estará enterado de la situación, no está para cine realista interestelar. Vuelve lo clásico, ya sabe, bichos verdes, platillos volantes, el rayo láser… En definitiva, cine de evasión. Lo siento, tengo en consideración sus buenas intenciones. Lo emplazo a que vuelva  dentro de unos años con su currículum actualizado, por si la situación es propensa a sus innovaciones. Es una pena, pero me temo que aún no estamos preparados.