Hoy al salir a la calle he
notado algo raro. Para empezar, el acerado había cambiado de color. No me he
dado cuenta realmente de lo que estaba pasando hasta que he visto a un tipo
pegándole dentelladas. Era de chocolate. En el cielo, nubecitas rosas de azúcar
navegaban dulcemente de forma espaciosa y límpida. La cosa se ha puesto
graciosa cuando un mendigo me ha ofrecido una bolsita de sugus. A partir de ahí, todo ha sido una fiesta. En los semáforos de peatones, galletitas de jengibre
saltaban locas y alborotadas derramando migajas sobre los viandantes. Un guardia de
tráfico con el que me he cruzado llevaba al cinto una porra de regaliz y un
matasuegras por silbato. Un perro, en cuclillas sobre una zona ajardinada,
cagaba donettes formando una perfecta pirámide de bollería. Una chica, unos metros más allá, hablaba con una piruleta en la oreja, mientras sus tetas, dos globos amarillos, apuntaban hacía infinito. Los loteros gritaban sus números, alineados y llameantes, como velitas de aniversario.
Ya es que era para
partirse el culo.
Mientras tanto, en la rúa, los vehículos se paseaban burbujeando por sus tubos de escape hermosas pompitas de jabón, al paso de señales de trafico que sonreían como tiernos emoticonos.
“Jodo”, me he dicho. “La leche, la leche que los han mamao”.
La calle es que parecía un puñetero chikipark. Los viejales jugaban en un
parque al dominó con lacasitos. Todos los establecimientos eran heladerías, atendidas por entreañables ositos de peluche que lanzaban corazones indiscriminadamente desde sus pechos henchidos a todo el que pedía sabor a pistacho o sirope. En los estancos, en vez de períodicos, se anunciaban sopas de
letras, que en lugar de noticias componían chistes, congas, torres de castellers.
“Qué cachondeo, dios mío”. Se les veía a todos tan alegres. Joder,
hasta yo iba esbozando una gran sonrisa. Lo mejor ha llegado cuando he ido a
desayunar y he podido presenciar una conversación de alto nivel. Tres hombres,
apoyados en la barra, vestidos con monos azules, debatían con gran mesura y
dominio pleno de la dialéctica sobre temas de alta ingeniería financiera. Le
he preguntado al camarero, asombrado, qué pasaba con… “ssssshhhh, calle. ¡Licenciados,
licenciados! ¡todos somos licenciados!”. Tras esta revelación, todo lo anterior me ha parecido una
simple anécdota. El país no iba mal. Ni tampoco regular.
Coño, el país es que iba de las mil putas maravillas. La felicidad es que se me
salía por el cuello de la camisa. HOSTIAS, que me he emocionado. Que ya se que
la cosa estaba jodida, pero esto era de orgullo. Vamos, que me fui corriendo a
la librería más cercana a hacerme con un tomo de Macroeconomía. Y va la tía y me dice que si micro-. ¡Y un huevo! Si hay que ponerse hay que hacerlo a lo
grande, como se ha hecho toda la vida de dios en este país. Que había que
conquistar América ¡ahí vamos! nos cepillamos a todas las mujeres y a los
hombres y hasta los perros si hace falta, que huevos nos sobran. Que hay que
matar a Trotsky, espérate y verás, que te mando a México a un chavalito que no me veas tú
como cercena vidas el niño, toma piolet en toa la cabeza. Bah! que hay que reconquistar, ahí
viene el Cid cabalgando sobre Bavieca con las pelotas colgando sobre la meseta
castellana, a ver a ti que te pasa.
Por eso no me he demorado y he corrido a casa defecando obleas. Ni un minuto que perder, tenía que empaparme sobre el tema. No iba a ser yo el que fuera a joder todo este tinglado de color. Así que he abierto tocho y tirado de índice, a ver de que va esto de la oferta y la demanda.