jueves, 6 de diciembre de 2012

De resaca por el Prado



«Vete andando, un paseíto por Madrid, en plan castizo, te vendrá bien. Solo tienes que cruzar el puente hacia Legazpi, un pelín más allá de Matadero, luego coges el Paseo de las Delicias todo recto todo recto todo recto, hasta Atocha. Allí pregunta por el Prado. Van a ser veinte minutos.»
Y una leche.
Mónica me lo había pintado de lo más lindo, pero resulta que no. Por el camino me acordaba de ella. También de que tenía que escribir nuevo material para enviárselo a mi colega T.F., con responsabilidades en el puesto de mando. Hacía dos meses que me lo había comentado, lo de colaborar, pero yo nada, como quien escucha llover. El caso es que no tenía nada sobre lo que escribir; meses recluido en la península ceutí, sin más variación ni novedad que las subidas y bajadas de los índices de mortalidad que, la verdad, no da para mucho.
Pero ahora estaba en Madrid, viaje de placer y cultural, perfecto para una pequeña crónica; o para una estupidez como una catedral.
Por el camino, dentro de la resaca del día anterior, iba pensando en cómo empezar, presentarme así, ante la audiencia: «HERMANOS, OS SALUDA UN PAISANO DE SANGRE ALMERIENSE, DE MI ABUELO MIGUÉ, NATURAL DEL ZAPILLO, QUE ALLENDE LA GUERRA DESEMBARCÓ EN PLAYAS DEL NORTE DE AFRICA PARA JODERLE LA VIDA AL GRUESO DE NUESTRO ÁRBOL GENEALÓGICO» `pero lo deseché rápido. Daba igual presentarse, hacer la pelota; estábamos todos jodidos: almerienses, caballas, boquerones, vizcainos, pacenses, albaceteños… todos igual, medidos por el mismo rasero… aquí ya un litro de sangre cotizaba al mismísimo valor: Un truño del calibre 34.
Así que, siguiendo los pasos de Mónica (Mónica, me acordaré de ti toda mi vida) llegué hora y media después al Museo del Prado, tras haberme perdido tres o cuatro veces y después de superar mi ancestral miedo a preguntar a desconocidos calles, avenidas, antros de perdición.
Entrada fácil, sin esperas, y adentro.
Era el Prado un lugar austero, clásico, de líneas duras; sin florituras. No mucho después de entrar, me di de bruces con la primera maravilla; demasiado para un primer plato. El Jardín de las Delicias, del Bosco. Había visto este cuadro mil veces en mi libro de 2º de Bachiller, pero nada como verlo en persona. El impacto fue similar al que me produjo la visión de de la Primavera de Boticelli en el Museo de los Uffici. Un cosquilleo en las bolas, como cuando bajas la pendiente de una montaña rusa. No sabría decir el por qué; magia, supongo. La verdad que el espectáculo que se curró el nota daba gusto. ¡Ojo! un tríptico. En el ala izquierda, una aburrida escena de la creación totalmente prescindible. En el centro, una explosión de color, donde el rosa, el azul y el verde decoran todo el jolgorio; con animalitos, gente en pelotas y caramelos. La escena es demasiado extensa como para intentar describirla; el caso es que ese era el lugar prometido una vez se hubiese superado la etapa infernal. Y aquí ya es que el cerebro se le desmadraba. Una amalgama de seres demoniacos, animales híbridos y objetos demenciales lo cubre todo. Las escenas son casi de cachondeo, pero acojonantes al mismo tiempo; un antecedente claro y espectacular del más lustroso surrealismo. Era alucinante ver como un tipo del siglo XV había tenido la suficiente lucidez como para adelantarse cuatro o cinco siglos a las pajas mentales de la modernidad. Un diez para el Bosco.
Otro, no menos lúcido, lucía en la misma sala. Brueghel no le iba a la zaga, ya en el siglo XVI; “El Triunfo de la Muerte”, lo mejor que había parido El Prado. Una batalla campal de esqueletos contra humanos, en la que no se deja títere con cabeza. Los canijos parece que se lo pasaban pipa cercenando vidas; ejércitos de calaveras arramplando con todo bicho viviente, en el que claramente la muerte triunfa, metiéndolos a todos en un tapper gigante para cocinarlos en el infierno.
A partir de aquí, como siempre, me perdí.
Después de deslomarme escaleras arriba y abajo, di con uno de los cabezas de cartel, Francisco de Goya. De todas, una que reseñar. Esa en la que un perrito, abajo, fuera, casi saliéndose del cuadro, se hunde en lo que parece ser un desierto tempestuoso. El aquelarre, sus brujas y sus cacas negras me importaban un bledo. ¡Maldita sea! Un chucho la estaba diñando en mitad de una de las mayores pinacotecas del mundo y nadie hacía nada… joder… ni una foto. Era triste, como España (referencia oportunista y carente de toda creatividad). Es decir… España… un perrito desvalido… hundiéndose.
            No podía evitar que me llamase la atención todo lo que representaba un mundo en caos, a punto de espicharla. Solo unos pocos se habían dignado en tiempos pasados a advertir que todo este tinglado se iba al carajo. Era el Prado muy de retrato, de señoritingos montados a caballo, de tías más feas que un codo posando con espléndidos modelitos. Había que irse hasta Velazquez, o apártese un poco de él, en otra sala, para ver sus bufones y arlequines. El más inquietante, sobre todos, es el bufón Don Sebastian. Permanece sentado, como un muñeco de juguete con sus cortas patitas estiradas sobre el suelo. Su mirada penetra; es segura, poderosa, lúcida, irradiando pura libertad. Parece estar interrogando, preguntando qué haces aquí en el mundo, qué esperas a largarte de él. Horrorizado, fui cruzando estancias. Saturno devorando a su hijo (Goya), El paso de la laguna Estigia (Latinir), David vencedor de Goliat (Caravaggio), El 3 de mayo de 1808 (Goya), Las Lanzas (Velazquez) hasta que por fin la vi. No podía irme del Prado sin encontrar el amor. La Inmaculada concepción de Murillo, puro encantamiento. Ahí me quedé, prendado como un gilipollas, de la niña más bonita de la capital. Sola para mí, entre tanto alboroto.
Caos, destrucción, poder, derrota, barbarie… todo ocurría en el Prado, y también Las Delicias… el Jardín. Había que salir fuera para ganárselo.

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