«Vete andando, un paseíto por Madrid, en plan castizo, te vendrá bien. Solo tienes que cruzar el puente hacia Legazpi, un pelín más allá de Matadero, luego coges el Paseo de las Delicias todo recto todo recto todo recto, hasta Atocha. Allí pregunta por el Prado. Van a ser veinte minutos.»
Y una leche.
Mónica me lo había pintado de lo
más lindo, pero resulta que no. Por el camino me acordaba de ella. También de
que tenía que escribir nuevo material para enviárselo a mi colega T.F., con
responsabilidades en el puesto de mando. Hacía dos meses que me lo había
comentado, lo de colaborar, pero yo nada, como quien escucha llover. El caso es
que no tenía nada sobre lo que escribir; meses recluido en la península ceutí,
sin más variación ni novedad que las subidas y bajadas de los índices de
mortalidad que, la verdad, no da para mucho.
Pero ahora estaba en Madrid,
viaje de placer y cultural, perfecto para una pequeña crónica; o para una
estupidez como una catedral.
Por el camino, dentro de la
resaca del día anterior, iba pensando en cómo empezar, presentarme así, ante la
audiencia: «HERMANOS, OS SALUDA UN PAISANO DE SANGRE ALMERIENSE, DE MI ABUELO
MIGUÉ, NATURAL DEL ZAPILLO, QUE ALLENDE LA GUERRA DESEMBARCÓ EN PLAYAS DEL
NORTE DE AFRICA PARA JODERLE LA VIDA AL GRUESO DE NUESTRO ÁRBOL GENEALÓGICO» `pero
lo deseché rápido. Daba igual presentarse, hacer la pelota; estábamos todos
jodidos: almerienses, caballas, boquerones, vizcainos, pacenses, albaceteños…
todos igual, medidos por el mismo rasero… aquí ya un litro de sangre cotizaba
al mismísimo valor: Un truño del calibre 34.
Así que, siguiendo los pasos de
Mónica (Mónica, me acordaré de ti toda mi vida) llegué hora y media después al
Museo del Prado, tras haberme perdido tres o cuatro veces y después de superar
mi ancestral miedo a preguntar a desconocidos calles, avenidas, antros de
perdición.
Entrada fácil, sin esperas, y
adentro.
Era el Prado un lugar austero,
clásico, de líneas duras; sin florituras. No mucho después de entrar, me di de bruces
con la primera maravilla; demasiado para un primer plato. El Jardín de las
Delicias, del Bosco. Había visto este cuadro mil veces en mi libro de 2º de
Bachiller, pero nada como verlo en persona. El impacto fue similar al que me
produjo la visión de de la Primavera de Boticelli en el Museo de los Uffici. Un
cosquilleo en las bolas, como cuando bajas la pendiente de una montaña rusa. No
sabría decir el por qué; magia, supongo. La verdad que el espectáculo que se
curró el nota daba gusto. ¡Ojo! un tríptico. En el ala izquierda, una aburrida
escena de la creación totalmente prescindible. En el centro, una explosión de
color, donde el rosa, el azul y el verde decoran todo el jolgorio; con
animalitos, gente en pelotas y caramelos. La escena es demasiado extensa como
para intentar describirla; el caso es que ese era el lugar prometido una vez se
hubiese superado la etapa infernal. Y aquí ya es que el cerebro se le desmadraba.
Una amalgama de seres demoniacos, animales híbridos y objetos demenciales lo
cubre todo. Las escenas son casi de cachondeo, pero acojonantes al mismo
tiempo; un antecedente claro y espectacular del más lustroso surrealismo. Era
alucinante ver como un tipo del siglo XV había tenido la suficiente lucidez
como para adelantarse cuatro o cinco siglos a las pajas mentales de la
modernidad. Un diez para el Bosco.
Otro, no menos lúcido, lucía en
la misma sala. Brueghel no le iba a la zaga, ya en el siglo XVI; “El Triunfo de
la Muerte”, lo mejor que había parido El Prado. Una batalla campal de
esqueletos contra humanos, en la que no se deja títere con cabeza. Los canijos
parece que se lo pasaban pipa cercenando vidas; ejércitos de calaveras
arramplando con todo bicho viviente, en el que claramente la muerte triunfa,
metiéndolos a todos en un tapper gigante para cocinarlos en el infierno.
A partir de aquí, como siempre,
me perdí.
Después de deslomarme escaleras
arriba y abajo, di con uno de los cabezas de cartel, Francisco de Goya. De
todas, una que reseñar. Esa en la que un perrito, abajo, fuera, casi saliéndose del
cuadro, se hunde en lo que parece ser un desierto tempestuoso. El aquelarre,
sus brujas y sus cacas negras me importaban un bledo. ¡Maldita sea! Un chucho
la estaba diñando en mitad de una de las mayores pinacotecas del mundo y nadie
hacía nada… joder… ni una foto. Era triste, como España (referencia oportunista
y carente de toda creatividad). Es decir… España… un perrito desvalido…
hundiéndose.
No
podía evitar que me llamase la atención todo lo que representaba un mundo en
caos, a punto de espicharla. Solo unos pocos se habían dignado en tiempos
pasados a advertir que todo este tinglado se iba al carajo. Era el Prado muy de
retrato, de señoritingos montados a caballo, de tías más feas que un codo
posando con espléndidos modelitos. Había que irse hasta Velazquez, o apártese
un poco de él, en otra sala, para ver sus bufones y arlequines. El más
inquietante, sobre todos, es el bufón Don Sebastian. Permanece sentado, como un
muñeco de juguete con sus cortas patitas estiradas sobre el suelo. Su mirada
penetra; es segura, poderosa, lúcida, irradiando pura libertad. Parece estar
interrogando, preguntando qué haces aquí en el mundo, qué esperas a largarte de
él. Horrorizado, fui cruzando estancias. Saturno devorando a su hijo (Goya), El
paso de la laguna Estigia (Latinir), David vencedor de Goliat (Caravaggio), El
3 de mayo de 1808 (Goya), Las Lanzas (Velazquez) hasta que por fin la vi.
No podía irme del Prado sin encontrar el amor. La Inmaculada concepción de
Murillo, puro encantamiento. Ahí me quedé, prendado como un gilipollas, de la
niña más bonita de la capital. Sola para mí, entre tanto alboroto.
Caos,
destrucción, poder, derrota, barbarie… todo ocurría en el Prado, y también Las
Delicias… el Jardín. Había que salir fuera para ganárselo.
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