martes, 18 de diciembre de 2012

Catabúmm!!!




Esto es para pegarse un tiro. No doy abasto, joder.  Me he tenido que meter un Lexatín entre pecho y espalda para seguir funcionando. El mundo se está poniendo de unas velocidades que no hay dios que le coja el ritmo. Hace un par de semanas estuve en Madrid. Me dio por ir al Fnac de Callao, el antiguo Galerias Preciados. Virgen. No había manera de esnifarse ni medio pollo de aire, la gente se te metía hasta por el ojo estrábico del culo. Hordas de masa encefálica subiendo y bajando escaleras mecánicas. Y para colmo, Ángel Llácer presentaba un libro. Dios mío, qué cabeza. Podía montarse un Fnac de las mismas dimensiones dentro de su cráneo. Me quedé unos minutos escuchando, por curiosidad, qué tenía el pavo que decir. Se trataba de su biografía, creo. Un centenar de curiosos se reunía allí, escuchando atentamente el discurso de aquel experto en fabricar papilla ectoplasmática. Al finalizar, animó al público ha realizar preguntas. Un batallón de luciérnagas arrasó la sala. Nadie parecía tener dudas. Era una gilipollez; el acto, el libro, la hora: todos. Esta anécdota sin ningún tipo de interés sirve como marco descriptivo de cualquier tipo de espacio público en el que uno pueda encontrarse hoy día. Tres factores: Gente, aglomeración, imbecilidad. Solo tuve tiempo para repasar un par de estanterías de poesía y un par de stands de cómics. Tuve que largarme echando humos, a la calle, a por aire. Salí con el corazón en la muí hiperventilando, cacheándome los bolsillos, en busca de ese Lexatín; el último que me endosé antes del de hoy.
Tengo que decir que la gente no ha tenido la culpa. Ayer tuve cena de empresa. Así que se entenderá: tajada como el mismísimo demonio. Se me tiene como a un bicho raro, casi pisoteable. Mi timidez, mezclada con mi desgana matutina para hablar con seres humanos, ha creado una imagen mía poco corporativa dentro de la empresa. No tardé en hacer gentes. Hasta la jefa acabó descojonándose conmigo. Y al día siguiente, claro, la vergüenza. Resaca, vergüenza y responsabilidades. Dita sea, la jalandria. Tuve la mala idea de acostarme a las tres de la mañana; y claro, tormenta. Me puse de papel hasta el hocico. Coño, que parecía que me habían encargado organizar el Día D. Luego mi madre me ha llamado dándome la matraca; que si no me ve el pelo, que si es que no tengo familia. Y al paso que voy la voy a perder toda. Y no solo eso. Los amigos también se encargan de darme hasta en el cielo de la boca. Pagar la casa, la luz, el agua, comprar reyes, ir al peluquero, recoger la ropa que llevé a arreglar, cambiar de banco… gilipolleces, sí, pero gilipolleces que te chupan la sangre del día. Ni un minuto para recordar que uno es un ser humano. Hay días que no da tiempo ni para mirar el cielo. Si te ha llovido encima o te ha caído un meteorito, es algo de lo que no te cercioras hasta que ves tu cerebro colgándote de la oreja. Y sin hijos, dios mediante.
            Planchar camisas, limpiar el váter, consultar una página porno en Internet… son lujos a los que uno no puede siquiera arriesgarse. Como te descuides te han puesto la carta de despido debajo de la almohada. O la de defunción. Aquí al que se relaja como poco se le aplica la Ley de Vagos y Maleantes.
La verdad que el ambiente acojona. A mi me lo habían pintado muy bonito. «Tú estudia y échate a dormir» ¡Qué gran mentira! Somos la generación más julai que ha parido madre. Aquí y allí, gente protestando, quejándose, tirándose pedos, eructando… pero sin llegar a las manos. Tengo las 24 horas con el corazón bombeándome a 24.000 revoluciones por minuto. Siempre con el canguelo. ¿Qué pasará? que como me relaje es que me meten el Apolo 13 por el horto. Y luego está mi madre: «Ay hijo, qué miedo, qué tiempos, que va a ser de vuestro futuro» Qué futuro, má. Aquí solo hay futuro para las ratas y las cucarachas. Y para las piedras. Si no es por los Mayas, es por un planeta que se acerca a todo hostia hacia la tierra, y sino un petardazo solar, y sino una guerra nuclear, y sino una epidemia, y sino un maremoto, un huracán, un temblor de tierra, una lluvia de ácido, una sequía, una plaga de langostas… o a lo mejor nada de eso. A lo mejor, al final, nos vamos todos a la cola del infierno de un simple y fulminante patatús.

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