Esto es para pegarse un tiro. No
doy abasto, joder. Me he tenido que
meter un Lexatín entre pecho y espalda para seguir funcionando. El mundo se
está poniendo de unas velocidades que no hay dios que le coja el ritmo. Hace un
par de semanas estuve en Madrid. Me dio por ir al Fnac de Callao, el antiguo
Galerias Preciados. Virgen. No había manera de esnifarse ni medio pollo de
aire, la gente se te metía hasta por el ojo estrábico del culo. Hordas de masa
encefálica subiendo y bajando escaleras mecánicas. Y para colmo, Ángel Llácer
presentaba un libro. Dios mío, qué cabeza. Podía montarse un Fnac de las mismas
dimensiones dentro de su cráneo. Me quedé unos minutos escuchando, por
curiosidad, qué tenía el pavo que decir. Se trataba de su biografía, creo. Un
centenar de curiosos se reunía allí, escuchando atentamente el discurso de
aquel experto en fabricar papilla ectoplasmática. Al finalizar, animó al
público ha realizar preguntas. Un batallón de luciérnagas arrasó la sala. Nadie
parecía tener dudas. Era una gilipollez; el acto, el libro, la hora: todos.
Esta anécdota sin ningún tipo de interés sirve como marco descriptivo de
cualquier tipo de espacio público en el que uno pueda encontrarse hoy día. Tres
factores: Gente, aglomeración, imbecilidad. Solo tuve tiempo para repasar un
par de estanterías de poesía y un par de stands de cómics. Tuve que largarme
echando humos, a la calle, a por aire. Salí con el corazón en la muí
hiperventilando, cacheándome los bolsillos, en busca de ese Lexatín; el último
que me endosé antes del de hoy.
Tengo que
decir que la gente no ha tenido la culpa. Ayer tuve cena de empresa. Así que se
entenderá: tajada como el mismísimo demonio. Se me tiene como a un bicho raro,
casi pisoteable. Mi timidez, mezclada con mi desgana matutina para hablar con
seres humanos, ha creado una imagen mía poco corporativa dentro de la empresa.
No tardé en hacer gentes. Hasta la jefa acabó descojonándose conmigo. Y al día
siguiente, claro, la vergüenza. Resaca, vergüenza y responsabilidades. Dita sea,
la jalandria. Tuve la mala idea de acostarme a las tres de la mañana; y claro,
tormenta. Me puse de papel hasta el hocico. Coño, que parecía que me habían
encargado organizar el Día D. Luego mi madre me ha llamado dándome la matraca;
que si no me ve el pelo, que si es que no tengo familia. Y al paso que voy la
voy a perder toda. Y no solo eso. Los amigos también se encargan de darme hasta
en el cielo de la boca. Pagar la casa, la luz, el agua, comprar reyes, ir al
peluquero, recoger la ropa que llevé a arreglar, cambiar de banco…
gilipolleces, sí, pero gilipolleces que te chupan la sangre del día. Ni un
minuto para recordar que uno es un ser humano. Hay días que no da tiempo ni
para mirar el cielo. Si te ha llovido encima o te ha caído un meteorito, es algo
de lo que no te cercioras hasta que ves tu cerebro colgándote de la oreja. Y
sin hijos, dios mediante.
Planchar
camisas, limpiar el váter, consultar una página porno en Internet… son lujos a
los que uno no puede siquiera arriesgarse. Como te descuides te han puesto la
carta de despido debajo de la almohada. O la de defunción. Aquí al que se
relaja como poco se le aplica la Ley de Vagos y Maleantes.
La verdad que
el ambiente acojona. A mi me lo habían pintado muy bonito. «Tú estudia y échate
a dormir» ¡Qué gran mentira! Somos la generación más julai que ha parido madre.
Aquí y allí, gente protestando, quejándose, tirándose pedos, eructando… pero
sin llegar a las manos. Tengo las 24 horas con el corazón bombeándome a 24.000
revoluciones por minuto. Siempre con el canguelo. ¿Qué pasará? que como me
relaje es que me meten el Apolo 13 por el horto. Y luego está mi madre: «Ay
hijo, qué miedo, qué tiempos, que va a ser de vuestro futuro» Qué futuro, má.
Aquí solo hay futuro para las ratas y las cucarachas. Y para las piedras. Si no
es por los Mayas, es por un planeta que se acerca a todo hostia hacia la
tierra, y sino un petardazo solar, y sino una guerra nuclear, y sino una
epidemia, y sino un maremoto, un huracán, un temblor de tierra, una lluvia de
ácido, una sequía, una plaga de langostas… o a lo mejor nada de eso. A lo
mejor, al final, nos vamos todos a la cola del infierno de un simple y
fulminante patatús.