Volví al año siguiente de mi debut. Me fui con muy buenas
sensaciones en el 2007. Allí pudimos presenciar la magia al piano del ya
fallecido Pinetop Perkins. Apareció por la esquina izquierda del escenario
ayudado por sus subalternos. Aquel amasijo de huesos con sombrero calado y una pronunciada
chepa no dejaba intuir lo que escondía bajo sus dedos. De pronto el cadáver
cobró vida para dejarnos a todos con la boca abierta. Era una leyenda negra
lanzando notas contra la sierra cazorleña. Momentos únicos, irrepetibles, que
no me quería perder por nada del mundo.
El equipo era prácticamente el mismo. El Sol también,
azotaba que daba gusto. Pasábamos la tarde en la Plaza Gambrinus escuchando a
una banda nacional. Todo fluía. Los olivos se extendían a ambos extremos del
campo abarcándolo todo hasta el horizonte. Los vasos de cerveza no paraban de
salir desde detrás de la barra como granadas de mano lanzadas al escenario. Me
pasé media tarde seduciendo a una camarera de la tierra. Yo insistía dentro de
mi pedo en que me regalase una camiseta del festival. Tonteábamos de forma
idiota sobre mi talla. Decía que era un mierdecilla, que seguro que tenía la
XS. Yo decía que un nabo, que de la L para arriba. Para que decir que yo era el
único que creía que aquella conversación tenía connotaciones sexuales. La
chavala me reía las gracias, aunque no la tuviera.
La banda local dejó de tocar. Ya estaba poniéndose el Sol.
Quise saber si aquella belleza sin confirmar trabajaba a la noche. Me dio señas
inequívocas. En la barra junto al puesto de Mershandising.
«Y si te portas bien te regalo mi camiseta»
Sol, blues, una camarera.
En el escenario Cruzcampo, a la
noche, tocaba Johnny Winter. Otra leyenda. Empecé a echar cuentas: Luna, blues,
Johnny Winter, una camarera. ¡Qué podía jodérmelo!
¡O quien!
Yo tenía a mi derecha a Duken.
Los hermanos andaban por entre el bullicio, puestos de setas, jugando a los
dibujos animados. A mi izquierda tenía a T. Duken y T. fumaban hierba. Yo no.
Lo había dejado. No era capaz de coordinar mi sistema nervioso cuando estaba
fumado. Mi regla para ver un concierto y disfrutarlo de una manera profesional
era la de ir lo menos ciego posible. Solo progresivamente y a base de cerveza
podía alcanzar niveles de estabilidad aceptables para el espíritu y el corazón.
La camarera estaba situada según las señas al lado del puesto de Merchandising. Apoye mi codo sobre la
barra y seguí con la cantinela. Mis colegas no andaban lejos, solo a unos
metros. No los podía perder de vista. Seguían a lo suyo, deforestando. El
sonido era devastador. No se escuchaba ni el pedo de un cíclope. Cuando podía,
mi camarera, se acercaba a intercambiar impresiones. Pero no funcionaba. Mi
sordera crónica era para mirármela. Ni leyéndole los labios. El aire se llevaba
las palabras, sin ninguna poesía. A falta de comunicación racional, la única
manera viable que vi de mantener un vínculo afectivo estable era la de pedir
cervezas sin control. Johnny Winter ya estaba en el escenario. Era un jubilado
de 130 años con el pelo raído, blanco, cayéndole a lo largo de los hombros,
medio jorobado y con un aspecto de lo más country. Duken y T. movían sus bullas
como si no fuese a haber mañana. Estaban felices, como dos palilleros en mitad
de un krampack. Mi camarera, porque era mía, cada vez se acercaba menos a mis
dominios. Ya solo salían escupitajos de mi boca, sandeces, eructos. Me acerqué
a mi clan en una retirada a tiempo para intentar recuperar el terreno perdido,
hacerme un poco el duro, ganarme de nuevo su atención. T. me agarró del hombro
y me miró. «Tío, me voy a la tienda de campaña» T. estaba verde, como un
blandiblú. No podía dejarlo marchar solo. Me acerqué a Duken para ver cual era
la situación, por si ya era hora de largarse. Dijo que sí, por lo que volví
sobre mis pasos para informa a T. T. se había pirado. Volví junto a Duken y
puse mis ojos en Winter. De pronto un OOHH se escuchó en las gradas. Duken y yo
nos giramos. Una masa informe se apostaba en círculo en mitad del coso. «Parece
que a alguien le ha dao un fatú» Dijo Duken. «Joder, la gente no tiene límites,
coño; qué asco de desfasaos» dije, cuando una imagen me vino a la mente. Era
como en aquellos cuadros del descendimiento, cuando a Cristo lo bajan en
actitud solemne agarrado por hombros, costados y pies, pero en esta caso a la
inversa, en ascensión. Vi una melena al viento y un ser humano inconsciente.
Entrecerré los ojos para ver mejor. No me lo podía creer. Era T., pero no era
él. Le faltaban las gafas y media barbilla. Un trozo de carne le colgaba de la
muí. La hostía parecía ser de órdago. Se había echado la boca abajo. Corrí a su
encuentro y me di de bruces con sus gafas. Era lo más parecido a un ocho. Al
parecer le había estallado en la cara, con el peligro de haberse cortado con
algunos cristales. ¡La Virgen! Ya es que no cabíamos en nosotros del canguelo.
¡Un morchón de casi dos metros! No era la primera vez. Era famoso por ser de
equilibrio distraído. ¡Pero no de esta gravedad! Simples tropezones en pleno
llano con sus propios pies. Alguna pájara en su haber… se decía que se había
jugado la cara ya, anteriormente, pero que el pie de un amigo apoyado en un
escalón le había salvado de dividirle la jeta en dos. Esta vez la suerte se
había ido de putas. Había ido a aterrizar de jeró sobre el soporte metálico que
atravesaba el recinto para cubrir los cables. Soporte metálico totalmente
oxidado, para más INRI.
Me lo tenían en el puesto de
socorro, junto al Backstage. Solicité
que me diesen el parte. Nadie decía nada. Acudí a uno de los que habían trasportado
al cadáver. Su cara era un poema. «Tío, ¿ese es tu amigo?» «Si, por dios. ¿Es
grave?» «La barbilla, tío. Está difícil» Joder, me temía lo peor. No quería que
mi colega se quedase como Macario. Era una tragedia. A Duken lo había perdido
de vista. Los hermanos seguían puestos de setas, dios sabe en qué mundos. La
responsabilidad era mía. Tenía que coger al toro por los cuernos. Y ahí fue que
salió, en camilla. Estaba consciente. Tenía un vendaje de emergencia rodeándole
el boquino. El público nos jaleaba. Había sed de sangre, en las gradas. El
lumpen quería muerte. La plaza de Toros de Cazorla era perfecta para ello. Me
sentía como el apoderado de Manolete saliendo de la plaza de Linares. Un
grande, mi colegón, fulminado por un jamacuco de hierba. Bajón de defensas.
Amarillo. ¡Menudos gilipollas que estábamos hechos! ¡Es que era para
tortearnos! ¡Qué hacíamos con nuestras vidas, a nuestra edad! La ambulancia
entró de culo por la puerta grande. T., en un arranque de orgullo, quiso
incorporarse para entrar con dignidad por su propio pie al vehículo. Solo
consiguió bajar el dedo gordo del pie cuando se puso marrón y tuvo que ser
sujetado. Mi amigo, un tipo capaz de sacrificar calzoncillos cuando le daba un
apretón, abatido en una plaza de segunda. Me subí en el asiento del copiloto,
me presenté al conductor con la debida formalidad y pusimos a toda leche la
sirena en dirección al facultativo. Se escucharon algunos aplausos cuando
arrancamos. «¡Por qué no os vais a la mierda!» Grité afectado, por la
ventanilla. Nadie me oyó. La gente volvía a lo suyo. Johnny Winter, el
guitarrista, la leyenda, había seguido tocando, como si allí solo se hubiese
cagado una paloma.
Atravesamos las callejas oscuras
y solitarias del centro del pueblo hasta dar con una especie de casa
prefabricada en la que se encontraba el médico de guardia. Bajar y entrar fue
todo uno. T. estaba consciente; sin gafas, pero consciente. Salió a nuestro
encuentro un jovenzuelo, a penas nos sacaba cuatro o cinco años. «Por aquí,
muchachos» Le seguimos T. a la camilla y yo al rebufo. «A ver que tenemos aquí»
Le quitó con cuidado el aparatoso vendaje y contemplamos el desaguisado. T. nos
miraba a la espera del veredicto. «Vaya, esto…» «¿Qué… qué?» «¿Tiene arreglo?»
A T. se le empezaron a saltar las lágrimas. «Tío, tranqui, todo tiene arreglo»
Ni en cien vidas me creía mis palabras. Era como si la M-30 hubiese partido
Madrid en dos y Toledo hubiese reclamado la capitalidad. El equipo de cirugía
debía estar en ese momento preparándose en otra habitación. «Bien, no os
preocupéis. Tiene arreglo. Pero voy a necesitar un poco de ayuda» «Desde luego»
dije satisfecho. Empezó poco a poco a reunir toda la logística necesaria para
emprender la restauración. T. estaba mudo, pero sereno. No lo veía, pero se lo
imaginaba. Podía verse nítidamente el blancor de la zona ósea asomar por la
perilla. Todo estaba preparado; la aguja, el hilo, el material de desinfección,
cuando el cirujano jefe se me quedo mirando. «Bien, cuando yo meta la aguja tu
tendrás que tirar de ella y volver a dármela. Tira bien, pero no mucho, la
tensión justa. Necesito valerme de la otra mano para recolocar el mecano» Por
sus palabras estaba claro, yo era el equipo de cirugía. T. estaba ya más que
jodido. Tenía que poner toda la concentración de la que era capaz en la
operación. Era mi colega, a muerte. No iba a ser yo el culpable de dejarlo pajarito.
Si se quedaba tullido de la cara el peso caería sobre mí. No quería que mi
amigo acabase vendiendo lotería. Sentía lo que era la responsabilidad. Ni
tajada ni hostias. Esto era serio. Coño, que se me quedaba hecho un codo.
Tragué saliva y le di mi bendición. Procedimos. No parecía tan difícil.
Estiraba hasta que notaba que la carne se cerraba y el hilo alcazaba cierta tensión.
Era como un puzzle para menores de cinco años. Pieza a pieza todo iba
cuadrando. Las lágrimas de T. cada vez aumentaban más de tamaño. Lo estábamos
haciendo a pelo, sin anestesia. El tío se estaba comportando como un hombre. Al
final dimos la última puntada. No había quedado mal. La hinchazón lo jodía
todo, el resultado real no podía verse hasta unos días más tarde. El retoque
final correría a cargo de otro. De momento teníamos que estar satisfechos, al
menos no iba a tener que comer con pajita. Le dimos las gracias al artista y
regresamos en ambulancia al campamento. T. seguía sin decir ni mu. Estaba
jodido. Era para reflexionar sobre el tema. En un plis había estado a punto de
espicharla, además de la humillación pública y del trauma de ser cosido en
carne viva. Yo no quería darle la brasa, suficiente tenía. Pero casi sin querer
nos miramos. Yo lo veía; a pesar de estar jodido, lo veía. Se estaba
despollando vivo por dentro. Dormimos en el coche. Era la única forma segura de
que no girase la cabeza a ninguno de los lados, sobre todo si no quería ver las
estrellas. Me tumbé en el asiento del copiloto a vigilar, por si acaso. T. me
habló bajo, casi susurrando. «Tío, me has cosido la cara» Pillé el trasfondo de
la frase. El show de Winter aún no había terminado. Aún podía escucharse a lo
lejos un blues melancólico restallando en el valle.
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