sábado, 9 de marzo de 2013

AMOUR. RESEÑA FICTICIA DE UNA PELÍCULA QUE DICEN QUE EXISTE


            Esto tenía que ser una crítica más o menos acertada sobre “Amor” del austriaco Michael Haneke (Palma de Oro en Cannes, premio Cesar y Globo de Oro entre otros reconocimientos). Se estrenó en España a mediados de Enero de 2013, y puedo decir que aún hoy, en la era de las tecnologías, no he sido capaz de visionarla. Ni tirando de las redes de piratería clandestinas, ni cruzando la frontera en busca de vendedores de DVD´s ambulantes marroquíes, ni sobornando al director de los multicines de Ceuta, ni seduciendo a una paloma mensajera, ni haciéndome pasar por hombre de la linterna en los cines de Algeciras, ni haciendo pesca submarina con tanga, ni escribiéndole a puño a la madre del mismísimo Haneke para que me envíe una copia del original en austro-húngaro… Nada…Ni por los santísimos huevos de Girolamo Savonarola.
            Me ha sido imposible. He leído algunos titulares: «EL HANEKE MÁS TIERNO» «EL AUSTRIACO NOS REGALA UN DARDO DIRECTO AL CORAZÓN» «UNA VERDADERA HISTORIA DE AMOR LEJOS DE LA TÍPICA RELACIÓN CHICO-CHICA HOLLIWOODIENSE» y así un sinfín de elogios a cual más embriagador…
            Parece que alguien está interesado en que el largometraje no llegue a demasiado público; como si el Club Bilderberg se hubiese reunido en Marina D´or con el único fin de darme por culo.
            He optado, a falta de otros medios, por improvisar y echar la imaginación al vuelo. Si es Haneke, la música tiene que brillar por su ausencia el 90% del metraje, y siempre en momentos puntuales, dentro de la realidad discurrente, y no como apoyo sinfónico a escenas de alta intensidad moqueante. Si es Haneke, su cámara tiene que estar siempre en el sitio y en el momento adecuados, cortando la respiración, cargando el ambiente con la angustia suficiente, siempre en equilibrio y sin caer en el drama por que sí, dejando que el hecho cotidiano y suprarreal que está representando se encargue por sí solo de sobrecogernos. Si es Haneke, tiene que estar en el reparto, como no, Isabelle Huppert. Si es él, el guión tiene que ser minimalista, sin florituras, incluso, en ocasiones, irritante por su nunca desatada tensión.
Si se atiende a los elogios, como unánimemente comenta la crítica, tiene que ser la mejor película del año, por encima (y esto lo digo con toda la seguridad que da el haber visto Munich 2 de Ben Affleck) de la oscarizada Argo.
Para el que ha visionado la filmografía de Haneke desde sus primeras obras, como El Séptimo Continente, Benny´s Video, pasando por Código Desconocido o Caché, sabe de sobra que al sentarse ante la pantalla (cosa que desconozco pues es más probable que se estrene una película de Haneke en el Congo Belga que aquí) no va precisamente a entretenerse. Va, en todo caso, a retorcerse. El seso y las entrañas. Sabe que Michael va directo a pegarte una patada en todo el cerebro. En el hígado, incluso. En las bolas, si hace falta, para ponerte las neuronas a funcionar. Nada más lejos de su intención el darte una pildorita para que duermas plácidamente o abraces a tu pareja con los ojos en carne viva. Haneke quiere a sus espectadores atentos; y quiere a sus espectadores, los respeta, les habla como a adultos, como a seres capaces de razonar, sentir, y volver a razonar. Si es Haneke, si es de él este film que sabe Dios cuando puñetas voy a tener la suerte de ver, seguro que es cine. Y del de verdad.

lunes, 4 de marzo de 2013

4ºB


El castigo consistía en pasar la mañana en el aula de los tontos. Yo formaba parte del A, mientras que a los tontos les correspondía el B. Cuando recibí la noticia no cabía en mí de miedo. No sabía lo que me esperaba. Había oído cosas horribles de aquellos niños del B. Por supuesto jamás me acercaba, nos acercábamos a ellos en el recreo. Eran salvajes, podías verlo en sus ojos. Se decía que el más listo de aquel lugar era el que conseguía sacar un 5. Aquello era demencial, nadie podía ser tan tonto como para no aprobar. Era impensable, en el A, sacar un 3 o un 4. Y, ni que decir tiene, un 0. Pero allí todo era posible. Su idiotez era lo que les hacía sumamente peligrosos. Tragué saliva y fui allí solo, soledad que formaba parte del castigo, bajando los escalones que llevaban hasta aquel lugar.
La profesora se llamaba Dora. La señorita Dorita para los niños. Era la cuñada de mi profesora, Mª Angeles; señora recta, disciplinada y severa. No dejaba pasar por alto una falta. La mía fue la de no llevar aquel día los deberes de matemáticas. Odiaba las matemáticas. Cuando me preguntó, esa fue mi respuesta. Respuesta que merecía la bajada a los infiernos. Dorita me presentó ante el resto de la clase. «Este es Rubén, es del A, ha venido a pasar la mañana con nosotros. Portaros bien con él, es un niño muy listo, aprueba todo con dieces, a ver si aprendéis de él» La señorita Dorita debía tener alrededor de 60 años, pero ella parecía no enterarse. Era cierto, no se enteraba de nada, parecía nadar en un perpetuo limbo. Esto pude verlo más tarde con mis propios ojos. Busqué un lugar donde poder sentarme. Tuve que cruzar toda la clase ante la mirada escrutadora de todos aquellos salvajes que parecían querer arrancarme los ojos. Encontré sitio al fondo. Una niña me habló. «¿Por qué estás aquí? Tú eres listo, ¿no?» Levanté los hombros en señal de duda y abrí mi libreta. No pasó un segundo cuando Dorita se giro colocándose de cara a la pizarra y empezaron a lloverle bolas de papel, tizas, gomas de borrar como granizos. Para mi sorpresa, en ningún momento se giró a llamar la atención a sus agresores. Pude ver incluso como un compás le rozaba una oreja peligrosamente estampándose contra la pizarra. No me lo podía creer, aquello era de locos. Notaba en el ambiente algo que desconocía. Tiempo después supe que se trataba de algo parecido a la libertad. En el A siempre reinaba el silencio, el no estar correctamente sentado en el pupitre podía traer represalias, equivocarse en un cálculo mientras se corregía un ejercicio conlleva una humillación pública, gritar, estornudar, rascarse el culo era algo que estaba totalmente prohibido. Las niñas eran bonitas y los muchachos listos. En el B las chicas eran horrendas, pero muy divertidas. Los chicos parecían desnutridos y desquiciados, pero ingeniosos e inquietos. Una de las chicas, de las más feas, que estaba sentada junto a mi, me dio una bola de papel. «Vamos empollón, atrévete.» Cogí la bola entre mis manos y me quedé mirando la cabezota llena de calvas de la señorita Dorita. «¡Vamos!» decían, «si no se entera de nada.» Me armé de valor y con todas mis fuerzas la lancé a su cuerpo. Todos al unísono lanzaron un grito. Se alegraban de que yo, un bicho raro, no fuese tan diferente a ellos. Ya sí, arranqué una hoja de mi libreta y me serví de mi propia munición. Hice una enorme bola que los dejó a todos sorprendidos. Casi podía verse en su caras el miedo; aquello eran palabras mayores, un proyectil que podía hacer bastante daño. Aunque lo intenté, fallé el lanzamiento. Todos se partieron de risa aliviados por que no acertara. Daba igual que Dorita nos mirase directamente, ella vivía en otro mundo. Tal vez fuese consciente de que no podía hacer nada por remediarlo. El caso es que al cabo de los años habían logrado acabar con ella. Un chico le gritaba apenas a un metro de distancia: «Zorra. Dorita, cacho puta.» Una chica desde el fondo de la clase la increpaba: «Guarra» acompañando su alocución con salpicaduras de saliva que salían despedidas de su boca. «Chalada, loca de los huevos.» Aquello era un auténtico zoológico de animales salvajes. Toda aquella violencia iba acompañada de grandes carcajadas; el absurdo, la locura de aquella profesora, hacía que todo fuera cómico. No me podía creer que mi clase se considerará mejor que esta. Éramos una panda de capullos, de niños de mamá que aún se hacían caca en los calzoncillos. Los nenes olíamos a colonia e íbamos peinados perfectamente con la raya a un lado. Mis nuevos amigos olían mal, parecía que habían dormido la noche anterior en la calle. Eran todo energía. Un grupo con un objetivo común, unido, que solo buscaba el ingreso en el frenopático de aquella pobre anciana. Todos querían hablar conmigo aquella mañana, se mostraban amigables, sinceros, abiertos, con muchas ganas de reír constantemente, de mostrar su alegría. Hubo algo que les hizo confiar en mí. Quizás se diesen cuenta de que yo era uno de ellos. Así, al menos, me sentía yo.